jueves, 24 de julio de 2008

sala oscura

La fosa común

I

Cuando comemos rosas de mujer, cuando mordemos
la pulpa de la muerte debajo de su casco envanecido,
olvidamos que somos guerreros, nos dejamos
mecer sobre el cadáver de las ondas turbulentas.
Recostados en ellas, las miramos secarse
de las costillas hacia adentro, reducidas
al vaivén de su costra lamida por los besos.

Si el pensamiento erótico pudiera compararse a una destiladera
con una inmensa panza contuviera todos los vientres más hermosos,
y el reloj de su gota anunciara al difunto y al viviente
la hora eterna y vacía,
ningún varón durmiera sobre rosas, ninguna
mujer lo devorara por labios y caderas.

Mujeres y varones saltarían del lecho,
correrían desnudos por los últimos suburbios huyendo de las llamas.
Echarían abajo las puertas donde yace el color amarillo.
Los herederos de la definitiva raza blanca, con los ojos vaciados,
blandirían convulsos la azada y la picota, arañarían
la tierra con sus manos: los nombres por salvar a sus mujeres
abiertas en el vientre, para guardar a sus esposos y sus hijos
como un depósito perpetuo. Todos arrancarían de las llamas.
Por una vez los muertos enterrarían a sus muertos
y, después de una noche de trabajo angustioso,
todos los cementerios del mundo contendrían la verdad en secreto.

Pero no hay tal. El fuego se convierte en caricia
hasta fijar su estrella en un estanque plácido, sin la terrible gota
capaz de iluminar a los amantes trastornados.
Es mejor que ellos duerman, convencidos
de su aparente laxitud, que nunca sepan nada de la muerte.

Porque ella viene sola, sin que nadie la llame. Es la gota perdida
por las bellas mujeres que nos rozan la nariz con su encanto
en las fúlgidas calles donde todo es ganarse la vida a puntapiés.
Blanda gota sangrienta que alimenta al difunto y al viviente,
y consume a los otros animales, y envenena a las flores.

¿A qué mentirnos con la llama del perfume, con la noche moderna
de los cinematógrafos, antesalas terrestres del sepulcro?
Pongamos, desde hoy, el instrumento en nuestras manos.
Abramos, con paciencia, nuestro nido para que nadie nos arroje con lástima al reposo.
Cavemos, cada tarde, el agujero, después de haber ganado nuestro pan.

En esa entraña, hay hueco para todos: los pobres y los ricos,
porque en la tierra hay un regalo para todos:
los débiles, los fuertes, las madres, las rameras.
Caen de bruces. Caen de cabeza o sentados.
Por donde más les pesa su persona, todos caen y caen,
Aunque el cajón sea lustroso y de cristal. Aunque las tablas
sin cepillar parezcan una cáscara rota con la semilla reventada.
Todos caen, y caen, y van perdiendo el bulto en su caída,
hasta que son la tierra milenaria y primorosa.

Todo es parte de un día para que el hombre vuelva a su morada.
Así pasamos rápida nuestra vida, ensayando
la forma de dormir, a cubierto del hombre
que hace el crimen y mata, porque quiere dormir como nosotros
metido entre las sábanas y los besos felices,
con todo su egoísmo, y su cuerpo de puerco.

¿Cuántos años dormimos para vivir mil días de tormento
representando el rostro de una máscara virtuosa,
corriendo, defecando, mintiendo, temerosos y temidos?
-No es extraño que el hombre duerma una eternidad
si sólo el sueño pudo librarlo, media vida, de la farsa.

II

Aquí cae mi pueblo. A esta olla podrida de la fosa
común. Aquí es salitre el rostro de mi pueblo.
Aquí es carbón el pelo de las mujeres de mi pueblo,
que tenían cien hijos, y que nunca abortaban como las meretrices
de los salones refinados, en que se compra la belleza.

Aquí duermen los ángeles de las mujeres que parían
todos los años. Aquí, late el corazón de mis hermanos.
Mi madre duerme aquí, besada por mi padre.
Aquí duerme el origen de nuestra dignidad:
lo real, lo concreto, la libertad y la justicia.

Yo soy un animal de presa, porque sangro por los ojos
cuándo pierdo un instante de comerme la vida a dentelladas.
Cuando pierdo mi tiempo en las palabras que designan a las cosas.
Buscándolas, me pierdo. Se va el sol. La tiniebla es mi mortaja.
¿Qué varón puede serlo si no es un animal de presa?

Una fosa común es una cosa que se hace de fuego.
He visto sepulturas millonarias donde todo es de mármol.
Pasiones descompuestas. Carne fétida, guardada
como manjares llenos de moscas. Desperdicios
que se pudren debajo de las doradas letras.

Barro. Fuego. Centella. Cosa viva.
Fosa común, abierta para el hombre que cae
a otra vida inmediata donde no hay la pobreza
sino el trabajo que se vuelve roca,
para que un día labren sobre su rostro el fuego.

Yo comparo el amor a la fosa común,
en que todo es quemarse para encender la tierra.
Los hijos de los hombres son las únicas lámparas,
porque en esta carrera sin fin de las edades
sólo vale el que sabe quemarse. Sólo es hombre
quien recibe su fuego, y parte velozmente
por la pista a entregarlo a otras manos seguras.

De La miseria del hombre, 1948

De Gonzalo Rojas

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